
Un ejercicio de excavación para descubrir –y describir- las capas geológicas que todavía nutren las raíces de muchos de los desafíos profesionales que abordamos en el presente.
Guillermo Barreto – noviembre de 2012
En 2012 confluyen 2 aniversarios significativos para mí. Cumplí 50 años de edad y 25 años en el oficio de capacitador, lo que me da una buena excusa para repasar los cambios de época desde la vivencia personal.
Me propongo hacer una lectura de como diferentes factores confluyeron para construir escenarios bien diferentes a lo largo de éstos años, que se “asentaron” en cada momento como “capas geológicas” consistentes, y resultaron determinantes de algunos de los fenómenos con los que lidiamos en estos días.
Voy a hacer referencia a fenómenos políticos, económicos y sociales con una alta dosis de atrevimiento. En esta presentación haré referencia a fenómenos que pude observar desde mi rol (que además no fue el mismo a lo largo de estos años).
La muestra de referencia son las compañías con las que trabajé.
En todos los casos empresas grandes, de diverso tipo (industriales, de servicios, consumo masivo, B2B), en un comienzo 80% de capitales locales y más de la mitad actuando en el mercado argentino. Hoy, sólo hoy 30% local y casi el 100% multinacionales.
Todo tiempo pasado… ya pasó
Me parece que cuando empecé a trabajar en capacitación -1986/87- el mundo era más sencillo:
- Las estructuras eran más holgadas y simples.
- Era más fácil saber quién es el jefe y qué le tocaba hacer a cada uno. Había un solo jefe (la palabra matricial no figuraba en nuestro diccionario).
- La “cancha estaba mejor marcada” (aunque fuera por la costumbre). El contrato de desempeño estaba prácticamente dado.
- La tecnología aún no era de uso masivo. La manera de trabajar no había variado significativamente respecto a los años anteriores.
- La agenda de la capacitación todavía estaba ocupada por las herramientas de gestión (cómo planificar, delegar, manejar reuniones y administrar el tiempo).
- Para el formación de los managers usábamos la torta de Mc Kenzie como síntesis de las funciones del rol (planificar –organizar – dirigir – controlar).
- Motivación y delegación eran temas claves y para enseñar comunicación usábamos el juego de dictado de la figura para distinguir emisor, receptor y mensaje.
- La mayoría podía reconocer al dueño de la empresa en la que trabajaba. Más allá de las fronteras, las compañías tenían dueños con apellido.
Ser capacitador en ese momento era un oficio no habitual
- Sin tener yo ninguna experiencia de trabajo en el ámbito de las organizaciones, de todos modos pude plantarme en el aula, con la certeza de que mi rol estaba legitimado por la valoración de los contenidos en relación a la tarea y la percepción de los participantes de que los cursos eran una oportunidad para aprovechar.
- Me parece que, aún en el caso de haber menor afinidad con el empleador, no se percibía que la convocatoria al aula diera pie a especulaciones sobre una intencionalidad oculta o aviesa de la compañía o el propio jefe (o aún peor, fuese percibida como una amenaza de la que hay que defenderse).
¿Qué vino después?
Como la rana hervida de la parábola, podemos vernos en perspectiva, y sorprendernos de nuestra capacidad para tornar “normales” fenómenos que en otro momento hubiesen parecido absurdos.
Imaginemos nuestra reacción si en el año 1987 nos profetizaban el futuro en éstos términos:
“en unos años…
- Vas atener 2 jefes -uno local y otro funcional-, cada uno de elles con prioridades diferentes, y tu bono y carrera depende del jefe que está en Miami y sólo viste personalmente 3 veces.
- Si en un cumpleaños te preguntan quién es el dueño de la compañía en la que trabajás, te va a costar mucho trabajo contestar.
- Vas a comprometerte –formalmente y por escrito- a cumplir objetivos que tanto vos como tu jefe saben que son inalcanzables
- Vas a comenzar tu día de trabajo con la certeza de que no vas a poder hacer todos lo que deberías (así todos los días y nadie protesta)
¿Para quién trabajo?
En los años 80 todavía los dueños de las compañías eran visibles (y hasta accesibles) para los trabajadores.
- Recuerdo la escena de un lanzamiento de producto ante la fuerza de ventas, cuando escuché decir al gerente de Ventas, “con éste producto vamos a ganar mucho dinero, -está claro que el que más va a ganar es Arnoldo (dueño de la compañía)- pero para nosotros va a ser un muy buen negocio”
Al cabo de los 90’ quedaron muy pocas compañías importantes en manos de accionistas locales, se privatizaron las empresas públicas, y el la economía mudo de la producción bienes a los servicios.
Estos procesos de venta y privatización, coincidieron con grandes cambios en el modo de propiedad del capital a nivel global, de la mano de los fondos de inversión (en la práctica, capitales “golondrina”).
Asigno a este cambio un impacto clave en la modificación de algunos paradigmas de base.
En los 80’ todavía existía el supuesto de que una compañía tenía que durar muchos años. La mayoría de los emprendedores que crearon las grandes compañías apostaban al futuro de largo plazo y lo medían en generaciones (“hijo, algún día todo esto será tuyo”).
Desde siempre una empresa fue un instrumento para generar riqueza, pero a nadie se le ocurría que había que “seducir” día a día al accionista (capital golondrina) para que no migre con su dinero a otra inversión más rendidora.
Con el cambio de paradigma, la mirada de largo plazo se esfumó, y empezamos a encontrar directivos que parecían dispuestos a hipotecar el resultado del año siguiente, con tal de cumplir el objetivo del año en curso (y cobrar su bono!).
Las “razones” (motivos o impulsores) de los directores se focalizaron en el corto plazo. La zanahoria era demasiado atractiva.
Desde el lugar de observador externo, pareciera que los procesos de selección de los CEO’s y managers altos hubiesen sido remplazados por virtuales “licitaciones” de promesas de rendimiento (“contratamos al que nos prometa mayor retorno en el plazo más corto”).
El efecto simultáneo fue la alta rotación en el nivel de dirección, sumado a la rotación de los expatriados. En numerosos casos, los altos directivos duraban tan poco en su posición, que nunca llegaban a pagar los platos rotos de sus decisiones.
A tal punto es esto un problema, que se lo considera una de las causas concurrentes de la crisis económica global, y en el último tiempo, la Unión Europea planteó la necesidad de regular la asignación de acciones y bonos a los miembros de las juntas directivas para que se preocupen por cuidar la renta del mediano plazo.
Este fenómeno resultó demasiado visible para los demás, lo que devino en un deterioro del “respeto” por los líderes y la sospecha de que sus impulsores pudieran atender con más fuerza el interés personal que el colectivo.
Los 90’ fueron tiempos de downsizing, se achicaron las plantillas y achataron las estructuras.
Para la mayoría de los cuadros de gerencia o supervisión el desafío fue hacer más con menos, que obligó a poner en discusión los modelos de gestión en uso y amplió la brecha de performance para casi todos los involucrados.
A la vez, el aula se transformó en un espacio donde se podía ser protagonista principal del propio aprendizaje.
La capacitación en los 90’…
En este tiempo la capacitación se consolidó como herramienta clave para alcanzar los resultados (ya no fue necesario explicar a qué se dedicaba un capacitador).
Todas las compañías fortalecieron sus áreas de formación y se multiplicó la oferta de servicios de consultoría.
Los procesos de re-culturización en las empresas que cambiaron de dueños se sumaron a los movimientos de privatización de las empresas públicas, poniendo a la capacitación como la herramienta de cambio por excelencia. Las aulas pasaron a ser las “aguas del Jordán” dónde gerentes, mandos medios y trabajadores en general recibían “el bautismo en la nueva fe”.
En los 90 irrumpieron en la agenda de la capacitación el concepto de visión, y los valores –Senge mediante- y coparon la parada las competencias soft (hacer un curso de planificación o manejo del tiempo en los 90’ era demodé).
Este cambio en de agenda estuvo acompañado por la renovación de los modos de enseñar y aprender. Irrumpió con fuerza el entrenamiento outdoor y la capacitación pasó a ser una experiencia más atractiva y amigable.
En este tiempo el rol instructor fue complementado con un nuevo rol de “facilitador” que representó un valioso desafío y permitió modelar un nuevo perfil profesional mucho más rico en herramientas.
Por la razón o …
No cambió la exigencia de los dueños y CEOs por el logro de resultados, pero si su edad, perfil profesional y en muchos casos su nacionalidad (tener un jefe expatriado, paso a ser una experiencia común para muchos).
Nos sorprendió un fenómeno que podríamos nombrar burdamente como “pendejocracia”. De golpe llegamos a la conclusión de que los mayores de 40 no entendían nada del mundo, y los jóvenes adquirieron la certeza de que si no eran gerentes antes de los 30, su carrera era un fracaso.
A nadie sorprendió ver a los dueños o CEOs exigiendo resultados, pero lo novedoso resultó el nivel de “capricho” patológico en el empleo del poder, consecuencia del modo en que las compañías “malcriaban” a sus líderes, haciéndoles creer que todo era posible y que bastaba con dar órdenes para obtener lo que fuera.
Los desafíos se comunicaban de modo tal que parecía que con querer alcanzaba para poder. La idea parecía ser que no había límites, y nadie quería aparecer diciendo “no se puede” (en especial si tenías más de 40).
Gerentes y mandos medios se encontraron en la disyuntiva entre opinar desde la experiencia o simular compromiso para no perder el puesto (“si yo no digo que sí, van a llamar a otro hasta escuchar lo que quieren”).
De repente, se disfrazaron de desafíos profesionales aquellos objetivos que rozaban el desafío a las reglas de la física.
El planteo corriente fue: “si lográs esta meta -que jamás antes fue alcanzada y para la que todos sospechamos que los recursos son insuficientes-, va a ser Gardel, si no lo lográs sos un salame y podrás ser expulsado del paraíso”.
En muchos casos este fenómeno supuso un quiebre en la racionalidad como base de los acuerdos. El conocimiento de un proceso, sus capacidades y límites dejó de servir como herramienta a la hora de discutir objetivos y negociar recursos.
A medida que se achataron las estructuras, disminuyó la capacidad de la línea de conducción para actuar como filtro o amortiguador entre las demandas de la dirección y las posibilidades de la línea de base.
“Gerente mata póker”, señalaba a modo de síntesis un colega en aquellos años.
Cuando sólo quedaron 4 niveles en la pirámide, un supervisor salía de la oficina del gerente luego de dar el “si” a fuerza de resignar argumentos, y a los pocos pasos se encontraba teniendo que transmitir la orden al equipo de operadores, que probablemente lo escucharan pensando:
- “no sabe que si incrementamos la velocidad no va a haber espacio para almacenar la producción”
- “vos ya dijiste que sí, sabiendo que no se puede y después te vas a borrar cuando llegue el reclamo porque no llegamos”
… entre otras cosas.
Esta dinámica se potenció en los últimos años de la década del 90, a medida que se estancaba la economía y se podía vaticinar la crisis de fin de convertibilidad, pero con un ingrediente adicional.
El cambio de siglo nos encontró preocupados por no perder el empleo, en estructuras más complejas que las que podíamos manejar y con la necesidad de cumplir objetivos inalcanzables para seducir día a día a accionistas tan poderosos como invisibles.
Recuerdo la experiencia de ayudar a Directores de área brillantes y reconocidos en el mercado a preparar presentaciones al CEO mientras parecían niños temerosos ante su primer examen.
Que adultos capaces y expertos en su disciplina tengan miedo de su jefe, también resultó una novedad a la que nos acostumbramos con el tiempo.
Sobre este tema hice una presentación en el congreso del año 2000, con el título “¿Quién le dice al rey que está desnudo?”, señalando la contradicción entre la promoción del empowerment y el uso de modelos didácticos orientados a “darse cuenta” y “hacerse cargo”, y el clima de “obediencia debida” que se respiraba en muchas organizaciones.
El mecanismo de supervivencia pasó a ser el “compromiso simulado” como mecanismo de construcción de acuerdos, una fórmula que podría resumirse de esta manera: “acepto los objetivos inalcanzables que me fijas, en tanto tengas en cuenta las excusas absurdas que ponga luego por no haberlos logrado”.
En la práctica se estableció una nueva regla cultural: vale mentir, y el caso ENRON representó el ejemplo grotesco de las consecuencias en escala global de ese mecanismo.
La paradoja …
Visto a la distancia, resulta una paradoja que en esos años se instalaran en la agenda de capacitación los valores corporativos (que muchos de nosotros ayudamos a formular y divulgar) mientras que nuestra comunidad asumía con desparpajo o resignación un cambio dramático en sus valores y cultura.
La confesión de que “nadie hace la plata trabajando” que pudo escandalizar a muchos a inicios de los 90, se incorpora al folklore nacional, y hoy pareciera que a nadie se le mueve si se pone en duda el origen de la fortuna del presidente de turno.
Una de las consecuencias de este cóctel, fue la erosión del respeto hacia quienes ocupaban cargos de conducción. En muchas compañías ese respeto se vio debilitado por la flagrante contradicción entre los valores declamados y los valores en uso.
- “cómo voy a sentir respeto por los valores que me comunican los dueños de la empresa de servicios públicos privatizada donde trabajo, si sé que la compraron a base de coimas y veo al secretario general del gremio sentado en el directorio”.
- Una manifestación más cotidiana y doméstica: “como voy a respetar a mi jefe, si no se hace cargo de fijar prioridades y luego me exige resultados sabiendo que tengo más tareas de las que puedo gestionar”.
Sobre fines de los 80’ se publicaba “El manager fortalecido”, donde Peter Block planteaba la disyuntiva entre encarar una cultura de “contrato patriarcal” o una de “contrato burocrático” y reivindicaba el uso de la política –entendida como herramienta legítima de influencia mutua entre partes libres de elegirse y dejar de elegirse-.
Uno de los capítulos se titula “Estar en paz con el jefe” dónde se explicitaba la posibilidad de que el propio jefe fuese un “adversario”, lo que a la vista de aquellos años parecía un exceso de dramatismo.
Para la vivencia de muchos, la propia compañía y el jefe pasaron a ser actores de los que había que defenderse.
Desde la mirada de Block, el resultado de esta época pareciera ser una cultura híbrida, con la componente de riesgo del contrato emprendedor y las prácticas políticas propias del contrato burocrático.
En parte, la crisis de credibilidad y respeto también se extendió al ámbito del aula.
Cuando la agenda de la formación comenzó a desbordar el mandato sobre “cómo hacer”, y empezó a penetrar en el territorio de “cómo se debía ser”, la contradicción se hizo más visible y el aula pasó a ser el lugar donde hay que “entrar con desconfianza y sospechar de las intenciones”.
Por supuesto que todo acto de enseñanza encierra una intencionalidad, el asunto es que “las razones para aprender” parecieran no ser significativas para ambas partes.
El escenario actual
La economía post devaluación devolvió a las compañías la oportunidad de proyectar y hacer. Fabricar volvió a ser negocio, y se puso en evidencia las consecuencias de la destrucción del capital intelectual durante la década anterior.
La experiencia volvió a tener valor (había vida después de los 40!) y volvimos a formar instructores internos.
Las dotaciones siguen siendo ajustadas y las estructuras chatas y complejas, pero se la vuelto a valorar del rol de la supervisión.
Reapareció la demanda por las herramientas de gestión, pero el territorio no es el mismo. Hoy la demanda por cursos de manejo del tiempo o planificación parece ser la actuación de un síntoma de sobrecarga de trabajo y dificultad de los líderes para marcar prioridades (más allá de una necesidad de aprendizaje legítima).
Resurgió la preocupación por el bienestar de las personas, aunque en muchas compañías el impulsor parece ser el marketing más que los valores. Rankear bien en “Great place to work”, o cumplir con el objetivos de mejorar clima (atado al bono del gerente o director), es para muchas compañías el principal motivo para poner en la agenda de trabajo el desarrollo de acciones que impacten en la gente.
Uno de los desafíos clave del momento pareciera ser la capacidad para hacer contratos genuinos –no ficcionales- y rehacerlos cada vez que alguna variable cambia y todas las veces que sea necesario:
- con el propio jefe, al momento de acordar objetivos y negociar recursos
- con los pares, en acuerdos de servicio basados en las posibilidades reales de cumplirlos
- y con los colaboradores, en acuerdos de desempeño claros y realistas, donde “la cancha quede bien marcada” y que permitan poner la energía en hacer el trabajo.
El escenario de estos acuerdos se agrava por la convivencia de diferentes generaciones con marcas culturales bien diferentes y efectos concurrentes:
- Los sobrevivientes del pasado a quienes les cuesta volver a creer y desmantelar los mecanismos de simulación u obediencia debida.
- Los jóvenes calificados que tienen una agenda de intereses propia (más semejante al modelo de contrato emprendedor de Block) y plantean límites al modelo de contrato tradicional (Gen Y)
- Los jóvenes no tan calificados que ingresan al mercado laboral formal provenientes de una o más generaciones de desocupados y con dificultades para comprometerse con normas y reglas estrictas.
El desgaste de nuestra propia agenda de contenidos nos obliga a usar como uno de los pocos convocantes legítimos al trabajo y los objetivos colectivos e individuales.
Por diversas razones, son muchos los que parecen “vacunados” contra la “catequesis” proveniente de RRHH –y creo que con razón-.
El contrato que cada uno ya firmó desde su puesto y la indiscutible presencia de otros pujando por los mismos recursos escasos, son la principal razón para poner en discusión la manera en que nos vamos a relacionar.
A menudo compartimos con los colegas de mi equipo la sensación de que nuestro discurso frente al cliente o en el aula, se parece más a los consejos de la abuela que al discurso formal de un profesional en un proceso de consultoría o a cargo de un entrenamiento.
Las “buenas prácticas” profesionales que recomendamos podrían resumirse en reglas para las que no hace falta citar escritos de Harvard:
- Pensá antes de hacer
- No te comprometas si no vas a poder cumplir
- Si no llegas a tiempo, avisá
- Pedí ayuda a tiempo si no podés o no sabés
- Controlá que esté bien antes de entregar
- ¿Le dijiste que no estás de acuerdo?
- Decidí en que vas a usar tu tiempo
- El que mucho abarca poco aprieta
- … etc., etc., etc.
Mientras tanto al rol instructor y facilitador, se le fueron agregando otros que podrían caracterizarse como: articuladores, mediadores, metodólogos, y hasta maestros de ceremonia en situaciones donde cada vez más los protagonistas son los propios actores del problema (y, por supuesto, de la solución).
Desafíos para nuestro rol:
Lo que sigue son algunas reglas que me auto impongo en para actuar en el oficio. Tienen valor para mí, porque son fruto del aprendizaje personal a lo largo de estos años de oficio, pero ninguna pretensión de que tengan alcance universal.
Atender a la responsabilidad profesional. Sí afirmamos que cada acto de enseñanza es intencional, también podemos presumir que no es inocuo. Nos puede preocupar que los participantes de un curso no crean lo que les decimos, pero mucho más grave es si lo creen y además tratan de aplicarlo.
A los que remábamos contra el desconocimiento del oficio en los 80’, nos costó mucho trabajo convencer a los managers de que la capacitación era una herramienta estratégica. Ahora veo que se nos fue la mano.
Veo con preocupación que un entrenamiento es un evento demasiado fácil de decidir y ejecutar (presupuesto mediante), en relación al impacto real que tiene en el desempeño de las personas.
Ya no necesitamos convencer a un gerente de que hay que entrenar, pero en cambio necesitamos convencerlo de que no basta con entrenar.
En particular para quienes nos desempeñamos en la consultoría, la responsabilidad es mayor aún, por que este oficio es muy generoso y nos permite hacer muchas cosas que no servirán para nada a nadie, y tal vez nunca se note ni se nos reclame.
Entender y ayudar a entender lo complejo
Si admitimos que el desempeño es la consecuencia de múltiples variables, y que impactamos sólo en una porción de la solución, cada demanda de formación nos revela un entramado de causas concurrentes de lectura compleja, que requiere un ejercicio intencional y riguroso del diagnóstico.
Cada conducta es resultante de un “cableado subterráneo” de razones que la explican y que no es visible para las partes, pero que debe ser revelado para que nuestra intervención sea eficaz.
No se trata de que nos volvamos expertos en el análisis del lay out de una operación, pero sí que sepamos que modificar el espacio de trabajo puede tener un efecto tan poderoso como el taller de trabajo en equipo (y que no modificarlo, puede tornar imposible poner en práctica lo que enseñamos).
Nuestro desafío es que todos los actores con los que nos relacionamos –de mínima los participantes y sus jefes- puedan leer esta complejidad para ganar en comprensión del escenario en el que se desenvuelven y elegir como actuar con mayor libertad y conciencia del impacto de sus acciones.
Aplicado a nuestros clientes –internos o externos-, cuánto más entiendan de la “ingeniería del desempeño”, mejores van a ser nuestros acuerdos de servicio, más ajustadas sus expectativas frente a nuestra intervención, y más alineadas las respectivas acciones.
In dubio pro operario
Considero que con nuestro hacer convalidamos cosmovisiones y juicios acerca de lo que está bien o mal, de las relaciones de causa y efecto, de lo que se debe cambiar y lo que no.
A la vez, actuamos en un escenario de relaciones asimétricas y creo que es una obligación ética, contemplar el efecto de nuestra intervención en el actor más débil.
A modo de ejemplo: Si aceptamos dictar un taller de “Manejo del Tiempo”, en un escenario en de sobrecarga de trabajo, límites difusos entre puestos, y ausencia de criterios explícitos para fijar prioridades, sin que medie otra acción de mejora adicional a la capacitación, estaremos convalidando el supuesto de que “la culpa” la tiene el participante.
Gestionar procesos y no eventos
Aún la demanda más estándar y acotada, puede ser abordada desde una perspectiva de procesos.
Aunque se trate de la demanda más estándar, siempre existe la oportunidad de indagar y comprometer a las partes desde el momento del diagnóstico, comprometer iniciativas comprobables para el día después y monitorearlas para revelar obstáculos e impulsores y capitalizar las experiencias.
Se trata de involucrarse en el proceso, lo suficiente como para aprender de la experiencia.
Contribuir a hacerse cargo como adultos. Uno de los síntomas de arrastre de tanto ajetreo cultural es la dificultad para hacerse cargo. La infaltable catarsis que aflora en de toda intervención revela propensión a victimizarse y poner afuera la responsabilidad por los problemas y, por consiguiente, la participación en las soluciones.
Esto es un desafío, porque todavía esta vigente en la gestión de la capacitación el paradigma de que las acciones de formación deben satisfacer a los participantes (de hecho, la evaluación de opinión, es la única infaltable en todas las actividades).
Nuestra intervención debe ayudar a hacerse cargo:
- Desde el momento del diagnóstico, haciendo visibles las variables que causan los problemas de performance (“y que generalmente los tienen a los líderes como participes necesarios”)
- En el diseño, articulando diversas acciones que atiendan al problema en sus múltiples causas (y que comprometen directamente al líder y a los participantes en la aplicación) y eligiendo dinámicas de aprendizaje que ayuden a revelar la situación en su real complejidad.
- En la evaluación posterior, monitoreando con rigor la ejecución de cada iniciativa y haciendo cargo al líder y a los participantes de la parte que les toca.
Va un ejemplo de nuestro modo de operar:
- A la hora de entrenar mandos medios, partimos del hecho de que ya han asumido un compromiso de alcanzar resultados a través del trabajo de otros y que son responsables por ello.
- Los confrontamos con el dominio técnico de su negocio, partiendo de la premisa de que tienen que ser los primeros expertos en su área de incumbencia y capaces de explicar sus resultados y marcar sus límites de respuesta con datos objetivos y comprobables.
- Trabajamos su capacidad de negociar hacia arriba, convirtiendo su conocimiento del negocio en argumentos eficaces para evitar compromisos inapropiados.
- Anticipamos a los jefes de los jefes de los participantes que vamos a “avivar giles” y que el fortalecimiento de sus reportes en su capacidad de negociar y fijar límites, arrojará planes más confiables.
Volver a las bases
Creo en el valor de hacer un deliberado trabajo de simplificar nuestras agendas y acciones. Esto no implica renegar de un saber elaborado, sino asegurarse de que las sucesivas construcciones conceptuales con las que fuimos enriqueciendo nuestra agenda de contenidos, no oculten aquello que es medular o fundamental.
Entiendo que las competencias más necesarias en la actualidad nos refieren a capacidades que podríamos considerar básicas –y no por eso menos complejas- de desarrollar.
A modo de síntesis…
Quiero compartir un texto que escribí cuando fundé mi consultora Barreto Consultores y que expresa a modo de síntesis éstas ideas:
“Trabajamos para ayudar a las organizaciones y las personas a conseguir los resultados que se proponen, a desafiarse mutuamente en sus capacidades, y a articular sus intereses y necesidades de manera productiva y saludable”