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El Máster De Los 60 Mendigos

  • Un grupo de vagabundos con diferentes discapacidades se unió para aprender oficios y abandonar la mendicidad en Addis Abeba
  • 18 años después, han sacado de la pobreza a 1.200 compañeros
  • FOTOGALERÍA Sobrevivir gracias a una escoba

Seis céntimos de euro no se puede calificar ni de calderilla. Pero esta minúscula suma fue lo que costó el billete que sacó de la pobreza extrema a los más parias de Addis Abeba, la capital de Etiopía. Sin familia, educación o empleo, pero todos ciegos, sordos, paralíticos o amputados, con la calle como único hogar y la mendicidad como única ocupación, 60 hombres y mujeres del barrio de Mekanisa, uno de los más degradados de la ciudad, un día decidieron cambiar su suerte.

Yoseph Adane, de 40 años, recuerda cómo prendió la mecha del cambio. Ciego de nacimiento y sin familia, ya deambulaba por los suburbios de Addis en 1996. Una mañana cualquiera, su colega Molla Mengeste, también invidente y en la calle, llegó con una idea: asociarse con otros sin techo para fabricar objetos y venderlos. Los dos amigos difundieron el plan por el barrio y, en poco tiempo, eran 60 personas dispuestas a buscarse la oportunidad que nadie les daba. Reunieron un fondo común de tres birr por cabeza, es decir, seis céntimos de euro, y con ese importe compraron algunos materiales con los que fabricaron algunas cestas de tiras de plástico. Ellos fueron la semilla de Salu Self-Help Blind and Handicapped Association, una organización que, en 18 años de vida, ha sacado de la calle a 1.200 personas con algún tipo de deficiencia física.

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Los 60 fundadores de Salu, que tuvieron que seguir mendigando en los primeros años, no recibieron en ese tiempo más ayuda que la de una parroquia cristiana ortodoxa del barrio que les cedió un espacio para reunirse. Allí pusieron sus conocimientos al servicio de los demás y empezaron a remar en la misma dirección. “Lo que uno sabía, se lo enseñaba al resto, pero al principio fue difícil y desalentador porque necesitábamos comer y no había dinero ni para eso”, asegura Adane.

Salu no recibió ayuda durante sus primeros pasos por el complicado contexto en el que nació y creció. De los 95 millones de habitantes que tiene Etiopía, un 30,7% vive con menos de 1,25 euros al día, según Unicef, y es el decimocuarto más pobre del mundo, indica el Índice de Desarrollo Humano. El Informe Mundial de la Discapacidad del Banco Mundial del año 2011 apunta que un 17,6 % de la población, es decir, unos 15 millones, sufre alguna discapacidad. Y de estos, el 95% también está en la indigencia. No es difícil verlos en Addis Abeba, algunos sentados a las puertas de las iglesias y otros recorriendo las calles en sillas de ruedas desvencijadas o ayudados por un bastón de madera o un niño lazarillo en el caso de los ciegos. La inseguridad alimentaria de las últimas décadas, provocada en gran parte por las hambrunas de los años setenta y ochenta, el difícil acceso a la atención sanitaria durante y después del difícil periodo comunista(1974-1991), los conflictos bélicos y los accidentes de tráfico o laborales son algunas de las razones que explican este elevado porcentaje.

Mi padre no podía cuidarme porque éramos muy pobres, así que con cinco años me entregó en un orfanato de Addis Abeba

Birhane Afera, víctima de la polio

Durante la última década, Etiopia ha dado pasos en dirección a la inclusión de las personas con algún tipo de discapacidad mental o física. El país firmó la Convención de la ONU para los Derechos de las Personas con Discapacidad en 2007. Dos años antes, el Gobierno ya había puesto en marcha el Centro Etíope para la Discapacidad y el Desarrollo y poco después rubricó el ambicioso Plan de Acción Nacional para la Inclusión de las Personas con Minusvalías para el periodo 2010-2020. Asimismo, existen numerosas asociaciones de carácter nacional y otras organizaciones civiles que luchan por mejorar las condiciones de vida de estas personas.

Sin embargo, este colectivo vive marginado y sufre aún un gran estigma social en el país, según analiza un estudio de la universidad de Amsterdam. “Persiste la creencia de que las minusvalías se deben a un castigo de dios”, explica Tefera Tadesse, director general de Salu. “Los ocultan a ojos de la sociedad porque se avergüenzan de ellos y no les ayudan, se resignan”. A esta demonización hay que sumar que muchas familias abandonan a sus niños porque no tienen medios para hacerse cargo de ellos. Además, los planes del Gobierno no se ponen en práctica con el éxito deseado. El ambicioso Plan Nacional aún no se ha implementado y otros, directamente, no se cumplen. “La Proclamación Etíope de la Construcción dice que todos los edificios deben incluir accesos adecuados y lavabos adaptados”, describe Tadesse. “Pero no hay más que darse un paseo por Addis para comprobar que eso no existe”.

El progreso de Salu se aceleró después de que este colectivo escribiera una carta a algunas organizaciones humanitarias locales y extranjeras. Gracias a la española Manos Unidas y a otras holandesas y etíopes, recibieron las primeras ayudas económicas. Compraron nuevos materiales, contrataron profesores y se mudaron a un local para convertirse en escuela. A día de hoy, con 58 empleados, están presentes en Addis Abeba, cuyo porcentaje de discapacitados —un 2,18 %— es el más alto de todo el país, y también en Shashemene y Hawassa, dos de las mayores ciudades de Etiopia.

En sus centros imparten cursos de nueve meses a cualquier mayor de 16 años que cumpla dos requisitos: no tener ingresos y sufrir alguna discapacidad física. Las asignaturas que se imparten son la fabricación de cepillos, mopas y cestería, la costura y bordado de alfombras, pañuelos y mantelería, y la crianza de pollos y ovejas, cuyas prácticas se realizan en granjas colaboradoras. Cada curso admiten a 18 alumnos en Addis Abeba, a los que hay que sumar los 20 niños ciegos de entre ocho y 16 años que aprenden a leer y escribir braille en la escuela de Shashemene y a los 40 que aprenden artesanía con bambú en Hawassa. En total, son unos 80 alumnos cada año.

El objetivo de Salu es que sus estudiantes sean capaces de valerse por sí mismos en el terreno laboral. “Cuando acaban la formación, pueden buscar trabajo por cuenta ajena, formar cooperativas entre ellos para producir más cantidad y vender a hospitales o supermercados, o establecerse como autónomos”, enumera Tadesse. Esta fue la opción de Birhane Afera, de 37 años, que también es empleada de Salu. Nació en Tigray, al norte del país, y siendo muy pequeña contrajo la polio y acabó perdiendo la movilidad en las piernas. “Mi padre no podía cuidarme porque éramos muy pobres, así que con cinco años me entregó en un orfanato de Addis Abeba”, explica sentada frente a una máquina de coser y con sus dos muletas apoyadas junto a ella. Allí estuvo 23 años, hasta que un día vio un anuncio de la escuela y decidió preguntar. Aprendió costura y bordado y, hoy, casada y con dos hijos, paga alquiler, comida y colegios con los 950 birr (40 euros) que gana en la asociación sumado a lo que saca por su cuenta como modista.

Es parecido el caso de Mohammed Ali, de 25 años y sin vista desde los tres meses. Pertenece a la promoción de 2014 y ahora trabaja desde casa, un humilde pero arreglado espacio de no más de 15 metros cuadrados que comparte con su esposa Avelu, ciega como él, y la hija de ambos, que tiene siete meses y ve perfectamente. Vende cepillos semi acabados a Salu por dos birr. Al mes suele ganar unos 16 euros, que unidos a los 60 de su mujer, que trabaja en una escuela infantil, les da para vivir.

Como no podía ser de otra manera, Salu abrió su escuela en Mekanisa, que es una barriada de suelos de tierra y diminutas casetas de chapa en distintos colores de una sola planta. A pesar de la pobreza, existe una vibrante vida callejera. Aquí y allá proliferan pequeños comercios donde los vecinos pueden proveerse de todo lo necesario para el día a día: en una calle, fruterías y colmados con productos de alimentación e higiene; un poco más adelante, unos vestidos profusamente estampados ondean al viento junto a enormes sujetadores de encaje. Un poco más allá, un barbero trabaja afanosamente mientras tres mujeres limpian semillas de teff, el cereal básico en la dieta etíope, a las puertas del molino contiguo.

Unos 15 millones de etíopes, el 17,6 % de la población, sufre alguna discapacidad, y el 95% de ellos son pobres

La escuela fue inaugurada en un humilde complejo donde se reúnen las oficinas, un rebosante almacén de productos manufacturados, una ebanistería, una sala de costura y otra donde 10 hombres y mujeres, todos ciegos y miembros fundadores, fabrican cepillos con tremenda destreza. Entre ellos está Solomon Ashete, de 48 años, que ensarta fibras en lo que será una escoba mientras cuenta que él iba para sacerdote. Estudió teología en una iglesia ortodoxa de Addis, pero se unió al proyecto en cuanto supo de él. “Mi educación en el seminario era gratuita pero no tenía ni para comer”, explica.

También pasó una época difícil Sisay Worku, empleado en la ebanistería. Se mueve con dificultad entre sus compañeros debido a un accidente laboral con un pesticida que le hizo perder parte de la movilidad en las piernas, pero no reclamó ninguna indemnización a la empresa para la que trabajaba. “Era muy joven y no sabía qué hacer”, explica. Sus compañeros de trabajo le pagaron el transporte al hospital y, cuando le dieron el alta, se marchó a Addis sin un birr porque no le quedaban familiares vivos a los que recurrir. Por ella vagabundeó durante cinco años hasta que dio con sus actuales socios.

Las personas con discapacidad están estigmatizadas en Etiopía pues se cree que su minusvalía proviene de un castigo divino

Las vidas de Solomon, Sisay, Birhane y Yoseph han cambiado radicalmente. Ninguno vive ya en la calle. Yoseph es el director del centro de Salu en Addis y su amigo Molla, el que tuvo la idea original, ostenta el mismo cargo en el de Shashemane. Solomon y Sisay están casados y tienen hijos —cinco el primero y dos niñas el segundo—. “Esto no da para que te cambie la vida, pero sí para sobrevivir”, afirma Solomon. Birhane trabaja duro tejiendo, que es lo que más le gusta, en compañía de Marta Tahesse, sordomuda, con quien ha aprendido a comunicarse por signos, y de Workiness Eticha, profesora desde hace 10 años y responsable de la formación de ambas.

Ahora, un 80% de los ingresos de la cooperativa proviene de ayudas extranjeras, explica Tadesse desde su posición de coordinador general. Necesitan renovar la maquinaria, modernizar la formación de los profesores y encontrar un local por el que no tengan que pagar un alquiler, pero vendiendo a un euro y medio las escobas o a tres los pañuelos, aún no pueden hacerlo por sí mismos. Pero las manos de los ciegos de Mekanisa siguen fabricando cepillos sin parar porque la meta, casi dos décadas después de su nacimiento, está muy clara: lograr que la escuela sea independiente del mismo modo que ya lo son todos los alumnos que han pasado por ella.

Emprendedores en Mekanisa

Uno de los proyectos paralelos de Salu en colaboración con Manos Unidas consiste en facilitar microcréditos a emprendedores sin recursos que padezcan alguna discapacidad. De aquí salió Rasen Mechale Handicap and Blind Saving and Credit Parnertship Office. Tras este interminable nombre funciona una cooperativa formada por 29 personas que se dedica a hacer pequeñas inversiones gracias a un fondo que los miembros reúnen cada mes. “Cada uno pone 30 birr (1,2 euros), lo que suma casi 900 birr al mes”, explica Yawkal Assefa, de 47 años y miembro del comité ejecutivo. Ciego de nacimiento, nunca aprendió a leer ni a escribir pero la aritmética se le da de maravilla. “Hago todas las operaciones de memoria”, presume. La asociación se pone en marcha cada vez que uno de los miembros quiere expandir su negocio o llevar a cabo una inversión. El interesado solicita crédito por la cantidad que considera necesaria y el comité, formado por cinco miembros, decide qué proyectos apoyar. “Rechazamos proyectos privados, como hacer una obra en casa, y priorizamos a quienes quieren ampliar o mejorar negocio”, añade Haile Gorgies, de 38 años y también miembro de este consejo. Cuando llega el momento de devolver el dinero, el beneficiario paga un 10% adicional de la cantidad prestada.

 

Fuente elpais.com

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